Durante Alighieri

Dante a l'exili, Domenico Petarlini, ca.1865


María Pilar Queralt del Hierro
Dante y su infierno
Historia y vida
Núm. 505
2010


Además de poeta y pensador, Dante fue un político comprometido y desventurado que no encontró reposo ni recompensa lejos de las letras. Su brillante contribución a la literatura universal ha oscurecido una vida errante y desarraigada: la propia de un poeta exiliado que hubo de dejar atrás familia, fortuna y la ciudad a cuyo servicio había consagrado su vida.

En 1265, el año de su nacimiento en Florencia, Italia era un verdadero mosaico de pequeños estados, y a tal fragmentación se sumaba la diversidad lingüística. Dante llegaría a establecer que en la propia Florencia se hablaban nada menos que catorce dialectos, sin que ninguno de ellos prevaleciera sobre los restantes.

De ahí que intuyera la necesidad de crear un patrón lingüístico al que bautizó como “toscano” (sin que con ello pretendiera hacer prevalecer una región sobre las restantes). Con ese patrón, base del actual italiano, pretendía crear lazos de unión entre las diferentes partes de la península a fin de conformar un estado fuerte en el seno del Sacro Imperio Romano Germánico.

Al fin y al cabo, Italia era considerada el “jardín” del Imperio, y Roma, donde solían coronarse los emperadores, su capital por derecho divino. No obstante, habrían de pasar muchos años, exactamente hasta la publicación de su tratado De Monarchia en 1318, para que formulara esta teoría.

La leyenda romántica

Dante nació en el seno de una de tantas familias adineradas que habían pretendido ennoblecerse en la pujante Florencia del siglo XIII. El padre, Alighiero di Bellincione, había hecho su fortuna con el comercio y quiso dignificar a la familia contrayendo matrimonio con una joven noble, Bella degli Abati. Del matrimonio nació el pequeño Durante, conocido siempre por su diminutivo de Dante.

Poco se sabe de sus años de infancia. Solo que su madre falleció cuando él no había cumplido los cinco años y que, como tantos otros muchachos de su edad y condición, fueron ayos y preceptores quienes le instruyeron en las primeras letras. Más tarde contó con el magisterio de Guittone d’Arezzo y Bonagiunta Orbicciani, dos insignes poetas de la época, que le acercaron a los clásicos como Virgilio y a la poesía provenzal.

Más conocida es la leyenda romántica que asegura que cuando solo contaba 9 años se cruzó, mientras paseaba a orillas del Arno, con la hermosa Beatriz, hija de Folco Portinari, un acaudalado prócer florentino. En su autobiografía, La vita nuova, Dante asegura que, desde entonces, Beatriz se convirtió en la dama de sus sueños y ya no tuvo ojos para ninguna otra mujer.

Beatriz encarnaba para él el ideal de “donna angelicata”, un concepto heredado de la poesía trovadoresca que resultará clave en el dolce stil nuovo, corriente poética de la que formó parte Dante y que influiría decisivamente en Petrarca y Boccaccio, entre otros.

Es decir, Beatriz sería la mujer que, más que objeto de pasión, se constituye en guía y consejera espiritual, la dama angelical por la que sentir un amor casi místico, “purificado y purificador”, en palabras de Dante, que concede al amante la máxima elevación intelectual y espiritual.

No volvió a ver a Beatriz hasta diez años después, cuando la joven ya había contraído matrimonio con un banquero, Simone dei Bardi, pero aquel brevísimo encuentro y una relación tan corta como platónica –la joven murió con solo 24 años– fue suficiente para que ambos pasaran a formar filas junto a tantos otros amantes legendarios.

Cuando en 1290 murió Beatriz, Florencia atravesaba uno de los más delicados momentos de su historia. Escenario de un humanismo incipiente, palestra de poetas y taller de artistas que dejaban entrever las glorias del futuro Renacimiento, la ciudad del Arno se estremecía contemplando los graves enfrentamientos entre dos facciones políticas, los güelfos y los gibelinos, que se arrastraban desde el siglo anterior.

En el origen del conflicto se encontraba la pugna por la corona del Sacro Imperio Romano Germánico que se había desatado entre los duques de Baviera (de la casa de Welf, de ahí lo de “güelfos”) y los Hohenstaufen, duques de Suabia (de cuyo solar de Waiblingen en Franconia derivaría el término “gibelino”).

La disputa había acabado por reducirse a dos posturas contrapuestas: mientras los güelfos sostenían la primacía de la Iglesia frente al emperador, los gibelinos se oponían al poder del pontífice, afirmando la supremacía de la institución imperial.

En territorio imperial la facción gibelina triunfó gracias al nombramiento de Federico I Barbarroja, pero el afán imperialista del nuevo emperador y su enfrentamiento con el papado trasladaron el conflicto a las ciudades­-estado italianas.

Florencia, Milán, Mantua, Bolonia, Génova, Rímini y Perugia, entre otras, defendieron la causa papal y se adscribieron al partido güelfo; Módena, Arezzo, Siena y Pisa, por el contrario, abanderaron la causa gibelina. Lo cierto es que, en el caso italiano, al antagonismo entre papado e Imperio se añadía la hostilidad entre la nobleza feudal territorial y las poderosas municipalidades, cada vez más ricas y poderosas.

Influían también las rivalidades entre las propias ciudades, que a menudo tomaban partido solo por oposición a sus enemigas. Ese fue, por ejemplo, el caso de Milán, que buscó la alianza con el papado para protegerse de la ambición de la poderosa Pavía, que estaba siendo apoyada por el Imperio.

La lucha se extendió al interior de las ciudades, y al enfrentamiento entre partidarios del papado y el Imperio sucedió el duelo entre facciones por hacerse con el control del poder municipal. Así, en la güelfa Florencia los combatientes se dividieron en güelfos blancos y güelfos negros.

Los primeros, capitaneados por la familia Cerchi, miembros del estamento nobiliario, aceptaban las demandas del popolo minuto, es decir, de las clases populares, de participar en la comuna florentina, y propugnaban el acercamiento entre el papado y el Imperio. Los güelfos negros, seguidores del linaje Donati, se aferraban a sus privilegios nobiliarios y eran decididos partidarios del pontífice, al tiempo que enemigos del Imperio.

El joven Dante no se mantuvo ajeno a la contienda. Por el contrario, abandonó sus estudios en Bolonia y, en 1289, como miembro de familia güelfa, combatió formando parte de la caballería en la batalla de Campaldino, que supuso la derrota de los gibelinos de Arezzo.

Años después, cuando el conflicto pasó a ser un asunto interno de la ciudad, optó por alinearse con los güelfos blancos, una decisión que acabaría por acarrearle no pocas complicaciones.

Un escritor comprometido

Decidido a implicarse en el gobierno municipal florentino, Dante alternó su labor literaria con su tarea política. Por ello, abandonó la milicia y, en 1295, tras inscribirse en el gremio de médicos y boticarios, se implicó plenamente en la labor política de los güelfos blancos.

Puede sorprender su adscripción a un gremio tan ajeno a sus intereses, pero las leyes florentinas impedían la participación en el gobierno municipal a todo aquel que, sin ser un prohombre ciudadano, no perteneciera a corporación alguna.

La inscripción fue un mero trámite. Su prestigio como poeta y pensador, una condición que ya entonces era notoria, fue lo que le permitió ingresar en el Consiglio del Capitano y, sobre todo, ser depositario de diversas y delicadas misiones diplomáticas que le condujeron a desempeñar cargos de mayor responsabilidad. En lo personal, estos son años oscuros.

Ciertamente se sabe que contrajo matrimonio hacia 1291 (un año después de la muerte de Beatriz) con Gemma Donati, con quien estaba comprometido desde mucho antes y que le dio cuatro hijos: Giovanni, Pietro, Jacopo y Antonia. Esta última le sobrevivió, y tras la muerte de su insigne padre ingresó en un convento con el nombre de Beatriz.

Dante también confiesa en La vita nuova que en el año que precedió a su matrimonio mantuvo diversos romances con mujeres a las que denomina Pargoletta, Pietra, Lisetta y Violetta, y que contrajo numerosas deudas, que algunos autores atribuyen al juego. En cualquier caso, él justifica tal desenfreno con la imperiosa necesidad de superar el dolor que le ocasionó la muerte de su idealizada Beatriz.

Mejor documentada está su trayectoria pública. El Consiglio del Capitano al que pertenecía era un organismo del gobierno florentino formado por 35 miembros que tenía a su cargo las reformas administrativas y jurídicas de la ciudad.

Todo hace pensar que la dedicación de Dante fue tanta y de tal consideración que, en 1296, apenas un año después de su ingreso, hubo de abandonarlo para pasar a formar parte del Consiglio dei Cento, la asamblea que ayudaba al podestà (el máximo magistrado) en el gobierno de la ciudad.

El Consiglio dei Cento era un verdadero órgano de representación popular. Estaba compuesto por integrantes de las clases medias y tenía como misión proteger a estas y al pueblo llano de cualquier abuso de poder, bien fuera por parte de las instituciones de gobierno o por parte de los gremios. Del papel que Dante desempeñó en este consejo no se guardan detalles, pero todo parece indicar que su labor fue tan intensa como en su anterior destino.

De hecho, cuatro años más tarde hubo de aceptar un nuevo y decisivo nombramiento: el de miembro del comité de seis priores que integraban la Signoria y, por tanto, que gobernaban en Florencia.

El principio del fin

El propio Dante aseguró mucho después que con su nombramiento como prior se inició su decadencia. Por entonces, la preeminencia de los güelfos blancos era total, y ningún adversario formaba parte del gobierno.

Descontentos, los güelfos negros se habían ido aproximando a la corte papal con la esperanza de que Bonifacio VIII, que aspiraba a convertir la Toscana en feudo pontificio, interviniese en los asuntos internos de la ciudad y les devolviera las prerrogativas perdidas.

Para ello, sus enemigos ante la Santa Sede presentaron el talante conciliador de la facción de Dante como una connivencia con los gibelinos desterrados, los acérrimos enemigos de la injerencia pontificia en las decisiones políticas internas. Dante solo había ejercido su cargo durante los dos meses que prescribía la ley, pero fueron suficientes para marcarle de por vida.

Como reconocería años después, su ostracismo posterior solo se debió a las decisiones tomadas desde su cargo de prior en Florencia. Coincidiendo con su mandato, en 1301, una serie de incidentes manejados desde la sombra por algunos güelfos negros llevaron a condenar como “traidores a la patria” a tres florentinos integrados en la corte papal.

En un último intento por apaciguar la ira del pontífice ante tal hecho, Dante fue comisionado para acudir a Roma en misión diplomática. Poco pudo hacer. Retenido en Roma bajo el pretexto de una presunta malversación de fondos públicos, el papa no atendió a sus requerimientos. Bonifacio VIII envió a sus tropas, comandadas por Carlos de Anjou, a Florencia, donde, tras ocupar la ciudad, entregaron el poder a los güelfos negros.

De inmediato, Dante y sus compañeros de priorato fueron juzgados por los cargos de injerencia ilegal en la elección de priores, oposición al papa y su delegado y violación de la paz. Fue condenado al pago de 5.000 florines y a dos años de destierro, y, al no comparecer ante el tribunal –continuaba retenido en Roma–, se le confiscó la totalidad de sus bienes y se proclamó que, de regresar a Florencia, sería ejecutado públicamente en la hoguera.

El poeta desterrado

Desesperado, Dante intentó consolidar una alianza con otros exiliados. Un pequeño ejército de estos presentó batalla en las cercanías de Mugello, pero fue estrepitosamente derrotado. En un angustioso intento por recobrar el control de la capital toscana, los exiliados blancos acabaron por fusionarse con los gibelinos de Arezzo, convencidos de que solo bajo la protección imperial encontrarían una respuesta positiva a sus aspiraciones.

Aun en el destierro, Dante continuaba llevando una activa vida política (ejercía como miembro del “consejo de los exiliados”) a pesar de que su día a día se había convertido en un continuo peregrinar. Ni siquiera la muerte de Bonifacio VIII tras ser hecho prisionero por orden del rey francés en 1303 acabó con su errática vida.

En poco más de tres años recorrió Verona, Siena, Pisa, Arezzo… Por fin, en Forlì encontró una cierta estabilidad como secretario del líder gibelino Scarpetta Ordelaffi, pero la derrota de este a las puertas de Florencia (sus huestes intentaron tomar la ciudad por la fuerza) convirtió su esperanza en un espejismo.

Es más, a la frustración de saberse vencido de nuevo se sumaron una serie de disputas en el seno de los blancos que acabaron por hacer que el poeta renegara de su propio partido.

Una ruptura definitiva

El desencuentro con su ciudad natal fue en aumento. Creció el recelo hacia sus conciudadanos, a los que calificaba de “perversos y pervertidos”, además de “incapaces y ociosos”. Desarraigado y desengañado, además, del papel del pontífice como pacificador, creyó que su única esperanza era el emperador.

Así, cuando Enrique VII ascendió al trono del Sacro Imperio, le instó a imponer su orden en Florencia. Sin embargo, Enrique desoyó sus ruegos. Poco tiempo después, tal vez atendiendo a aquellas súplicas, el emperador dirigió una expedición militar contra Florencia, pero para entonces Dante ya no quería saber nada.

En 1315, una vez fallecido el emperador, las autoridades florentinas ofrecieron a quien ya era un poeta de renombre la posibilidad de regresar a su tierra. Las condiciones, sin embargo, eran extremadamente duras: si volvía, debía hacerlo vistiendo saco de penitente, reconocer públicamente su culpabilidad y pagar una importante multa.

En su Carta a un amigo florentino, Dante no escatima prendas a la hora de culpar a quienes fueran sus compañeros de facción política de su desgracia, y recalca su negativa a aceptar una proposición no solo humillante, sino tremendamente injusta. La reacción del gobierno florentino no se hace esperar: si en algún momento vuelve a poner los pies en la capital toscana, será decapitado.

Decidido a no regresar jamás a Florencia, Dante se acogió a la hospitalidad de Guido da Polenta, señor de Rávena, para quien ejerció como secretario. En esa ciudad residió hasta 1321, cuando, a causa de las diferencias con Venecia por la adjudicación de unas salinas, se le consignó como mediador y hubo de viajar a la ciudad de los dux a fin de conseguir un acuerdo pacífico para el litigio.

Triunfó como diplomático, y la explotación de las salinas permaneció en manos de Rávena. Sin embargo, el viaje guardaba para él una amarga sorpresa: a orillas de la laguna se infectó de malaria, y pocos días después de su regreso falleció en la ciudad que le había acogido.

Allí, por su expresa voluntad, descansan sus restos, pese a los múltiples intentos de los florentinos de ser eternos depositarios de sus cenizas.

El exilio, sin embargo, no fue infructuoso. Durante el mismo vieron la luz los versos de la Divina comedia , un extenso poema que, más allá de sus excelencias literarias y de su papel como articulador de la lengua italiana, pasa revista al mundo que Dante conoció y sufrió. Posiblemente es el más eximio ajuste de cuentas de la historia de la humanidad.




Comentaris

Entrades populars