Nota introductòria al cant II de l'infern

John Flaxman, 1807


JOSÉ MARÍA MICÓ
Dante Alighieri. Comedia. Pròleg, comentaris i traducció de José María Micó. Acantilado, 2018.


Han caminado durante el día y llega el anochecer, cuando todas las criaturas se entregan al reposo, salvo Dante, que se enfrenta, solo, a un doble desafío: el del personaje que debe rememorar su experiencia, y el del escritor que se dispone a narrarla. De ahí la invocación a las musas y a su propia mente, que deberá mostrar sus mejores armas: memoria e ingenio. Tras la situación de lugar y tiempo del primer canto, con sus implicaciones alegóricas, el canto segundo mantiene la condición proemial, centrándose en las dificultades del viaje al infierno, al que de hecho sirve de prólogo.

Dante expresa sus temores a Virgilio, porque se considera inferior a los predecesores que visitaron en vida las regiones infernales o celestiales: Eneas («el padre de Silvio», según se cuenta en el libro VI de la Eneida), que fue ni más ni menos el germen de la dinastía de Roma, con sus altas consecuencias para la cristiandad, y san Pablo («el Vaso de Elección»: véase Hechos 9, 15, y Par., XXI, 127), que visitó el tercer cielo (II Cor 12, 2-4) y fue elegido por el mismo Dios para el apostolado de la fe verdadera. Al no sentirse con fuerzas («no soy Eneas yo, yo no soy Pablo»), Dante decide abandonar la empresa. Virgilio le afea su cobardía y, para animarlo, le cuenta la causa de su encuentro y los motivos de su compañía: un día se presentó en el limbo una mujer de divino aspecto, que se identificó como Beatriz, para convencerlo de que ayudase a un amigo suyo que estaba «aturdido en mitad de la ardua selva». Virgilio sigue contando que preguntó a Beatriz si no sentía temor por haber bajado hasta el infierno y que ella le contestó que era inmune al fuego infernal y que su presencia era el resultado de una cadena de mediaciones celestes: la virgen María se lo pidió a Lucía y esta santa acudió adonde ella estaba (en el paraíso, sentada junto a Raquel: véase Par., XXXII, 8-9) para pedirle que ayudase a quien tanto la había alabado y adorado. Beatriz tenía los ojos bañados en lágrimas y Virgilio, que desde el principio se había mostrado dispuesto a obedecer, actuó sin titubear, saliendo del limbo y acudiendo en auxilio de Dante, quien, al oír tales explicaciones, recupera el ánimo y reitera, ahora ya definitivamente, su intención de emprender el viaje a la zaga del autor de la Eneida («mi guía, mi señor y mi maestro»). 

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