1300, l'any del jubileu

Bonifacio VIII indice il giubileo del 1300, Giotto.
San Giovanni in Laterano, Roma


MARCO SANTAGATA
Dante. La novela de su vida. Traducció de Giovanna Gabriele.
Cátedra, 2018. P. 137-140.


La proclamación del primer jubileo de la Iglesia es el acto al que más queda vinculada la memoria del pontificado de Bonifacio VIII.

Al acercarse el año del centenario, un año cargado de muchos valores simbólicos, se había formado un movimiento espontáneo de peregrinos que acudían cada vez más numerosos al sepulcro del primer papa, convencidos de que aquel año la visita habría permitido lograr un jubileo (una indulgencia) absolutamente especial. No se sabe de dónde venía ni en qué se fundaba esta creencia (ciertamente favorecida por los canonistas de San Pedro); el hecho es que el aflujo de penitentes, sobre todo en las proximidades de la Navidad, iba cobrando consistencia de día en día. Bonifacio VIII, de formación jurídica, hizo buscar en los archivos si algún documento podía dar apoyo a la creencia popular; aun no habiendo encontrado nada, decidió igualmente aprovechar aquella oleada de religiosidad, y así, el 22 de febrero de 1300, promulgó una bula por la que establecía que cada cien años la Iglesia concedía la plena indulgencia de todos los pecados a aquellos que en el lapso de tiempo de treinta días (si residían en Roma), de quince (si eran forasteros), acudieran diariamente en peregrinación a las basílicas de San Pedro y San Pablo, se arrepintieran y se confesaran de sus pecados. La bula, teniendo en cuenta que el año del jubileo ya había sido iniciado de facto por los fieles, establecía que la indulgencia podía ser lograda desde las Navidades anteriores (25 de diciembre de 1299) hasta la víspera de la Navidad del año en curso. Como en muchas de sus decisiones, también en esta, a las motivaciones puramente religiosas se unían cálculos de carácter político: en efecto, el jubileo servía para reafirmar la centralidad de Roma y para confirmar solemnemente la plenitud de poderes del papa. El vicario de Cristo se colocaba por encima de los Estados y de las instituciones humanas y, al mismo tiempo, ejercía una plena jurisdicción espiritual sobre las almas, cuyo destino podía incluso modificar más allá de la muerte corporal.

Un jubileo no era una novedad; se había concedido ya muchos en el pasado. La novedad residía en la amplitud de la indulgencia. Hasta entonces, la remisión de las penas temporales —es decir, de las penas que han de descontarse mediante obras realizadas en esta vida, o a través de sufrimientos en el Purgatorio después de que la absolución recibida con el sacramento de la confesión hubiera cancelado la eterna— había sido concedida solo por períodos de tiempo limitados y, en general, breves (cancelaba poco más de tres años de pena la indulgencia más amplia concedida hasta aquel año). La indulgencia del año centenario en cambio perdonaba las penas totalmente. Los soberanos y los hombres de gobierno percibieron sobre todo el aspecto político de la decisión papal, y por tanto le dieron la espalda al jubileo, pero la masa de los fieles respondió de forma extraordinaria e imprevista. En una sociedad impregnada de religiosidad, el anuncio de que no solo serían perdonados todos los pecados, sino que se cancelaría cualquier pena de ellos derivada, tuvo una enorme repercusión. Miles de personas acudieron a Roma desde todas las partes de Europa. La cantidad de penitentes que llegó aquel año quedó impresa en la memoria colectiva como un acontecimiento excepcional: no se había visto nunca una multitud tan grande. Testigos y cronistas narran que el número de hombres y mujeres (también la fuerte presencia femenina fue una novedad) que se aglomeraban en las calles de Roma era tal que, aunque se tomaron medidas para agilizar los flujos (como la apertuda de una puerta extraordinaria en los muros), muchos perecieron aplastados. Si bien la mayor parte llegaba a pie, no bastaba el forraje para alimentar a la gran cantidad de monturas reunidas en la ciudad. Las crónicas proporcionan también cifras: en el curso de aquel año la población de Roma habría aumentado establemente en doscientas mil unidades, y eso sin contar «los que iban por los caminos andando y regresando»; cada día habrían entrado treinta mil peregrinos y otros tantos habrían salido; la víspera de la Navidad de 1300, en Roma habría habido más de dos millones de hombres y mujeres. Son cifras hiperbólicas, pero dan la medida del estupor que, en un período histórico en el que los números a los que estamos acostumbrados eran impensables, producían en los espectadores aquellas masas humanas.

Entre los miles de peregrinos se encontraba Dante. La descripción del puente de Castel Sant'Angelo, vallado para controlar el gran aflujo de peregrinos que lo cruzaba para ir a San Pedro, tiene el sabor de un testimonio ocular:


Come i Roman per l'essercito molto,
l'anno del giubileo, su per lo ponte
hanno a passar la gente modo colto,
che da l'un lato tutti hanno la fronte
verso 'l castello e vanno a Santo Pietro,
da l'altra sponda vanno verso 'l monte


Inf. XVII, 28-33


El viaje a Roma, más que una hipótesis, parece una certeza. No sabemos, sin embargo, en qué período del año tuvo lugar. Atendiendo a la (poca) documentación que poseemos, en marzo-abril o entre septiembre y la Navidad, nada habría impedido a Dante sacar un mes de tiempo (quince días de viaje y otros quince para visitar las basílicas) para dedicarlo a aquel viaje penitencial. El 14 de marzo está en Florencia, donde recibe un préstamo de su hermano Francesco: es sugestiva la hipótesis de que aquel dinero sirviese precisamente para la peregrinación y que tal vez llegara a la urbe justo el 25 de marzo, día del inicio del viaje ultraterreno de la Comedia.

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