Bonifaci VIII, l'últim papa medieval

Segle XV, autor desconegut


MARCO SANTAGATA
Dante. La novela de su vida. Traducció de Giovanna Gabriele.
Cátedra, 2018. P. 134-137.


Los lectores de la Comedia se hacen una pésima idea de Bonifacio VIII. Dante es feroz con sus enemigos, y como considera a Bonifacio su peor enemigo, la difamación es con él sistemática.

El cardenal Benedetto Caetani fue elegido papa en Nápoles el 24 de diciembre de 1294, con el nombre de Bonifacio VIII, y coronado en Roma un mes después, el 23 de enero. Le sucedía a Celestino V, el ermitaño Pietro del Morrone —hombre de vida santa, apoyado por los «espirituales franciscanos» y por las corrientes reformistas de la iglesia, pero inexperto en las cuestiones eclesiásticas e internacionales, y sustancialmente manipulable por parte del rey de Nápoles Carlos II de Anjou— que había dimitido pocos meses después de su pontificado (5 de julio-13 de diciembre de 1294). El cardenal Caetani, consultado como experto en derecho canónico, había considerado admisible y válida su dimisión. Opinión esta que pesará a lo largo de todo su pontificado. Sus muchos enemigos, en particular los «espirituales» franciscanos, los Colonna y el rey de Francia, sostendrán que él había inducido a Celestino a dimitir para poder sucederle, y por lo tanto que su elección debía considerarse ilegítima. La cuestión de la legitimidad lo perseguirá hasta su muerte (e incluso después). Es cierto, sin embargo, que Bonifacio, tras su elección como papa, hizo arrestar y mantuvo luego segregado a Celestino (el que llevó a cabo su captura en febrero de 1295 fue aquel Carlos Martel que Dante había conocido pocos meses antes en Florencia), pero a ello fue empujado, además de por el temor de un cambio de parecer de Celestino, por la idea de que, en cualquier caso, la presencia de dos papas podía crear mucho desconcierto entre los fieles.

La figura de Bonifacio VIII es controvertida. En él la profunda convicción de que a la Iglesia y al papado les está confiada la guía universal de la humanidad coexiste con proyectos más mundanos de expansión territorial, tanto del papado como de su propia familia. La guerra sin cuartel contra los Colonna y la lucha contra los Aldobrandeschi obedecen sobre todo a razones de política familiar; la injerencia en los asuntos internos de Florencia se encuadra quizá en un plan de absorción de Toscana en los dominios de la Iglesia. Más que ninguna otra cosa, lo que caracteriza su pontificado es una concepción teocrática, proclamada y puesta en obra con gran energía, según la cual el papa está por encima de los reyes y los reinos, y por ello debe tener la preeminencia y el dominio sobre toda la tierra y sobre todas las almas. Desde este punto de vista Bonifacio puede ser considerado como el último gran pontífice medieval, en la línea de los papas que habían combatido contra los emperadores germánicos para afirmar la superioridad de la esfera espiritual sobre la temporal. Sin embargo, ahora el poder temporal que debía ser sometido no es el del emperador, sino el de las nuevas monarquías.

El conflicto con el rey de Francia estalla. Felipe el Hermoso, con el cual Bonifacio ha mantenido una relación oscilante, termina por reaccionar duramente a sus pretensiones teocráticas. Se desencadena así un ataque continuo y violento que se prolongará más allá de su muerte (un interminable proceso póstumo —concluirá en 1311, pero sin llegar a una condena— será iniciado por Felipe el Hermoso y Clemente V), encaminado a probar la ilegitimidad de su elección y a infamarlo personalmente con acusaciones de herejía, sodomía e incluso de prácticas satánicas. El enfrentamiento culmina con el asalto al palacio papal de Anagni y la captura temporal del papa por parte del embajador francés Guillaume de Nogaret y de Sciarra Colonna, que de ese modo venga la persecución de su familia (7 de septiembre de 1303). Que en esa ocasión el papa fuera abofeteado por Colonna es probablemente una leyenda; Bonifacio, de todos modos, no soportó el ultraje y murió al cabo de poco más de un mes (11 de octubre). Mientras que sus predecesores habían ganado la larga guerra con los Hohenstaufen, Bonifacio VIII perdió la suya con la monarquía francesa; fue una derrota cargada de consecuencias para la historia de la Iglesia en Europa. Tras el breve paréntesis del pontificado del trevisano Niccolò di Boccasio (Benedicto XI, octubre de 1303-abril de 1304), con la elección de Bertrand de Got (Clemente V) arranca una larga serie de papas franceses fuertemente condicionados por el rey de Francia; tanto que la sede papal terminará por trasladarse a Aviñón, donde permanecerá hasta 1377.

Dante, decíamos, considera a Bonifacio VIII el peor de sus enemigos. El odio que siente por él es tal, que lo lleva a anunciarle el infierno cuando (atendiéndonos a la ficción de la Comedia) está todavía vivo: es el papa Nicolás III (el papa Orsini con quien el cardenal Caetani había mantenido una estrecha relación), incrustado cabeza abajo en uno de los agujeros en los que están metidos los simoníacos, el que confunde la voz del peregrino Dante, que le pide que hable, con la del que deberá ocupar su lugar: «¿Ya estás aquí plantado / ¿ya estás aquí plantado, Bonifacio?». Dante no le perdona al papa que haya actuado de forma encubierta, de forma farisea («El príncipe de nuevos fariseos», a favor del partido donatesco: este —profetiza Ciacco— vencerá gracias al apoyo «de aquel que tanto se bandea», de uno que ahora, en 1300, finge ser imparcial. A veces parece interpretar las vicisitudes florentinas como un conflicto personal entre él y el papa, hasta el punto de afirmar, por boca de Cacciaguida, que su destierro ya se está fraguando en 1300, y muy pronto será llevado a efecto, en aquella curia romana donde cada día se comercia con Cristo: «Esto se quiere y esto ya se busca, / y pronto lo ha de ver quien esto piensa [Bonifacio] / donde con Cristo se vende cada día». Bonifacio que no tiene escrúpulos en convocar una cruzada en el corazón mismo de la Iglesia («cerca de de Letrán»), ha convertido la tumba de Pedro en una «cloaca», una sentina de sangre y pestilente hedor («cloaca / del sangue e de la puzza»). La que Dante hace pronunciar a Pedro es quizá la invectiva más violenta nunca lanzada contra un papa: indigno de la cátedra de Pedro hasta el extremo de que esta, en presencia de Cristo, puede considerarse vacante: «Quien en la tierra mi lugar usurpa, / mi lugar, mi lugar que está vacante / en la presencia del Hijo de Dios». Aunque parezca dar crédito a la acusación de haber engañado a Celestino con sus consejos jurídicos («hacer engaño no temiste / y atormentar después a tu Señora [la Iglesia]»), Dante nunca pone en duda su legitimidad como pontífice. El ultraje de Anagni renueva la pasión de Cristo en la persona de su vicario: «veo en Alagna entrar la flor de lis, / y en su vicario hacer cautivo a cristo. / Le veo nuevamente escarnecido; / hiel y vinagre renovar le veo, / y entre vivos ladrones darle muerte». Rencor personal, odio político y desprecio moral no bastan para que un cristiano de fe tan firme como Dante se aparte de la más rigurosa ortodoxia. En ello no está solo: también Iacopone da Todi —el más famoso laudista del siglo XIII y, después de Dante, el poeta más leído en los dos siglos siguientes—, que, por haberse puesto de parte de los Colonna fue hecho prisionero durante la toma de Palestrina (verano de 1299) y encarcelado en condiciones penosas hasta después de la muerte de Bonifacio, en sus versos lo ataca con extraordinaria virulencia («nuevo Lucifer sentado en el papado»), pero sin poner nunca en duda su legitimidad como sucesor de Pedro. Y también uno de los grandes inspiradores del movimiento «espiritual», Pierre de Jean Olieu, se pronunció varias veces, en contraste con sus hermanos franciscanos, a favor de la validez de la dimisión de Celestino.

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