Sense alè profètic

Divina Commedia, curata da Ludovico Dolce, 1555


MARCO SANTAGATA
Dante. La novela de su vida. Traducció de Giovanna Gabriele.
Cátedra, 2018. P. 313-316

Dante empieza a escribir el Purgatorio entre 1308 y 1309, y avanza rápidamente: en víperas de la llegada de Enrique VII ya había compuesto más de dos tercios. Entre 1311 y 1313 el trabajo parece hacerse mucho más lento: lo que distrae a Dante de su poema será su nueva militancia política (piénsese en las epístolas y en la Monarquía). Pero no ha de descartarse tampoco que encontrara difícil reajustar el cuadro político-ideológico que había trazado en la primera cántica antes de la venida de Enrique y que la inesperada entrada en escena de un emperador había vuelto inactual.

Gran parte del Purgatorio gira en torno al tema de la sede vacante del imperio y de los efectos gravemente negativos que ello ha producido y sigue produciendo en la cristiandad. Respecto a la visión güelfa y belicosamente antegibelina del Infierno, es casi un giro de ciento ochenta grados. De constatar que «la silla del imperio está vacía», que Alberto de Austria se desentiende de Italia y deja que «el jardín del imperio esté desierto», que también Rodolfo de Habsburgo había «descuidado lo que hacer debía», es decir, venir a Italia y, sobre todo, que uno de los dos «soles» que alumbran a la humanidad había apagado al otro, de modo que «va junta la espada / con el báculo», Dante extrae un amargo y desolado análisis de la presente situación italiana y europea.

Gran parte de los cuadros descritos en la cántica están dedicados a deplorar las tristes condiciones en las que yace Italia desde el final de la dinastía sueva. El famoso apóstrofe del canto VI la describe presa de guerras (ninguna parte suya «de paz goza»), a las luchas entre facciones («y ahora en ti ya no se ven sin guerra / los vivos tuyos y uno al otro roe / de los que un muro y una fosa encierra»), una Italia en la cual las grandes dinastías feudales están «oscurecidas», decaídas, Roma llora «viuda y sola», las ciudades se han llenado de «tiranos», los dirigentes políticos son nuevos ricos sin pasado. Casi hacia el medio de la cántica Guido del Duca primero sigue el curso del Arno y caracteriza a los habitantes de esa «maldita y desdichada fosa» recurriendo a un bestiario injurioso: los «puercos» los Casentineses, «perros» los aretinos, «lobos» los florentinos, «zorros» los pisanos, y luego describe la situación desolada de Romaña: en el pasado «amor y cortesía» empujaban a cultivar las virtudes caballerescas y los placeres de las cortes («damas y caballeros, cuitas y bienes / que traían amor y cortesía»), mientras que ahora los corazones «se han vuelto malvados». Poco más adelante es Marco Lombardo quien constata que en Lombardía y en la Marca Trevisana —regiones en las cuales, antes de la lucha entre Federico II y el papa, «solía hallarse valor y cortesía»— ahora ningún malvado puede temer sentir vergüenza. Toscana, Romaña, Lombardía, la Marca Trevisana son las regiones de Dante, los lugares en los que se ha desplegado su acción política después del exilio.

La representación de la decadencia postimperial se extiende también a Europa, o mejor dicho, a la Europa, o mejor dicho, a la Europa de las monarquías. Y también este es un cuadro de decadencia. Las cabezas coronadas o principescas reunidas en el valle de los príncipes del canto VII no brillan ni por virtud ni por capacidad de gobierno, sino todo lo contrario; y, sin embargo, casi todas responden a un cliché según el cual a padres inadecuados les suceden hijos aún más inadecuados. Dante no había esperado a la desafortunada expedición de Enrique VII para entender que uno de los efectos más nefastos (a sus ojos, claro está) de la sede imperial vacante había sido el consolidarse de las instituciones monárquicas y sus autonomías. No es casual que el protagonista de un canto en el que se depreca la codicia, la «antigua loba» cuya «hambre» es «sin fin oscura», sea Hugo Capeto, el «hijo [...] de un carnicero de París» del que «han nacido los Felipes y los Luises / que nuevamente en Francia reinan». Tres Carlos en sucesión ejemplifican las culpas de los Capetingos, Valois y Anjou: Carlos I de Anjou, que ajustició a Conradino de Suabia y mandó envenenar, según Dante, a Tomás de Aquino; Carlos de Valois, que dio el golpe de Estado en Florencia sacando de de ello solo «pecado y deshonra; Carlos II de Anjou, que, peor que los piratas, le vendió a Azzo VIII de Este, no una esclava, sino a su propia hija Beatrice. Sin embargo, ninguna de las fechorías cometidas por ellos puede compararse con las de Felipe el hermoso, que primero ultraja en Anagni al vicario de Cristo y luego, por pura codicia, suprime con la fuerza y el arbitrio de la Orden de los Templarios.

El fresco de la decadencia italiana y europea se completa con la mirada arrojada sobre la realidad de la vida municipal, dominada por la violencia bestial (Fulceri da Calboli, que se ceba con los «blancos» florentinos) y la envidia (la sienesa Sapia que reza para que sus conciudadanos sean vencidos y goza con su derrota), a la decadencia moral —con la única, luminosa excepción de los Malaspina— de las familias feudales (los Aldobrandeschi, los condes de Lavagna), a la prepotencia de los nuevos tiranos (los Scaligeri). 

Deprecaciones, acusaciones, amargos sarcasmos. La vida pública italiana y europea parece no poder describirse con tintes más oscuros. Una visión tan desoladora encaja perfectamente con la falta de perspectivas que caracteriza el período comprendido entre la muerte de Corso y la definitiva caída de los Orsini, por un lado, y la llegada de Enrique VII, por el otro. Pero si algunos de los cantos arriba recordados debieron de escribirse unos meses después, es decir, cuando Dante estaba seguro de la llegada del rey de los romanos, o incluso cuando Enrique ya se encontraba en Italia, deberíamos deducir de ello que, ante un imprevisto y radical cambio de la situación política, no había conseguido aún reajustar su perspectiva e imprimir un sesgo positivo a la narración pesimista que estaba desarrollando.

Se tiene la fuerte sensación de que los cantos posteriores al encuentro con Forese, es decir, después de escribir cerca de dos tercios de la cántica, Dante aminore el ritmo de la composición y que incluso la detenga durante un tiempo. Es seguro, en cualquier caso, que en el último tercio del libro emprende un camino que lo aleja de la política y de las vicisitudes históricas contemporáneas. Pasa ahora a primer plano el relato del ascenso y purificación del personaje, y, paralelamente, ganan terreno los discursos sobre la pasada actividad del autor como poeta lírico en lengua vulgar. Bonagiunta, Guinizelli, Arnaut Daniel se mueven en un aura tonal y en un universo conceptual que poco tienen que ver con la sombría representación de la decadencia política y social causada por la vacante del imperio. El Purgatorio carece casi por completo de aliento profético.

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