El Paradís Terrenal
Allegoria della primavera, detall de Flora, Sandro Botticelli, entre 1477 i 1482. |
HORIA-ROMAN PATAPIEVICI
Los ojos de Beatriz. ¿Cómo era realmente el mundo de Dante? Traducció de Natalia Izquierdo López. Siruela, 2007.
Siete son en total las cornisas, los salientes o circuitos del Purgatorio. En la segunda las almas sanan de la pasión de la envidia; en la tercera, a través de suplicios y penitencias, se curan del furor de la ira. La cuarta está habitada por los indolentes, la quinta por los codiciosos, la sexta por quienes se entregaron a la gula, y en la séptima padecen las almas de los lujuriosos y de los pecadores contra natura. En conjunto, el monte Purgatorio está distribuido de esta forma: las primeras tres cornisas corresponden a las almas que desearon el mal; otro circuito, el cuarto, es el de aquellas que amaron el bien con tibieza; en los últimos salientes moran las almas afectas en exceso a lo terrenal.
Otra inversión se registra en el Purgatorio, en relación al Infierno y a su totalidad. Si en el Infierno la espiral del descenso estaba orientada hacia la izquierda¹, en el Purgatorio la espiral del ascenso está orientada hacia la derecha. Por otro lado, la «gravitación» de los pecados, propia del Infierno, se transforma en el Purgatorio en una «levitación» de las almas, atraídas en sentido ascendente hacia Dios. Implícitamente —y este detalle es esencial—, el tiempo transcurre invertido: su discurrir se encamina no hacia la muerte y la destrucción, sino hacia la vida y la resurrección. Nos hallamos, de esta forma, ante una modificación sustancial: en Dante los cambios de un nivel a otro se producen a través de la inversión. Definitivamente, este principio le permitirá al poeta ofrecer un medio para visualizar la totalidad de su universo, su parte visible y su parte invisible, ya no separadas, sino conjuntamente.
En la cima del monte Purgatorio se ubica el Paraíso Terrenal, que —como sabemos gracias al diálogo de Dante con Matelda, misterioso personaje, imagen para algunos de Giovanna, la joven que acompañaba a Beatriz cuando Dante se encontró por primera vez con ella, la amada de Guido Cavalcanti (el mejor amigo del poeta), la muchacha a la que Botticelli habría retratado en la figura de Flora en su espléndida Primavera de la Villa di Castello— posee una vegetación mucho más exuberante que la terrestre y no está sometido, además, a la física sublunar. Las corrientes de aire del Paraíso Terrenal son consecuencia de la rotación de las esferas celestes, el agua de sus fuentes no se alimenta de las lluvias, y hasta la vegetación allí existente es desconocida para cualquier mortal. En general, Dante concibe el Paraíso Terrenal como una especie de antecámara del Paraíso Celestial.
El lugar es descrito como un locus amoenus, visto a través de las imágenes de un alma que no conoce ya ni la pasión ni el miedo. Dante puede ver cuanto se halla ante sus ojos sólo en la medida en que su alma se purifica cada vez más, disponiéndose para el ascenso a las estrellas. Matelda, casi con toda certeza un símbolo del discernimiento, le sumerge en las aguas de dos ríos sagrados: en las del Leteo, para que olvide el pecado, y en las del Eunoe, para tornarlo capaz de alcanzar la gracia divina.
Sólo inmediatamente después de ambas abluciones puede Dante alejarse de la zona sublunar y penetrar en el Paraíso, es decir, en el reino celestial. Su naturaleza «normal» resulta perfeccionada por medio de tales baños rituales: se le ha conferido la capacidad de atravesar una barrera ontológica que, en condiciones normales, ningún hombre de carne y hueso podría franquear. Dante deja constancia de forma explícita de este hecho cuando, justo después de sumergirse en el río Eunoe, nos dice que se siente «renovado, al modo que se renuevan las plantas con frescos brotes, purificado y dispuesto a subir a las estrellas». Es muy importante que entendamos que, a medida que asciende, Dante ve progresivamente mucho mejor —esto justifica que Beatriz aparezca cada vez más deslumbrante ante él en cada nueva ocasión—, porque en su mente resplandece, cada vez más visible, «la luz eterna»...
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¹Infierno, XIV, 124-127: «(...) Tu sabes que es redondo / este lugar, y aunque hayas caminado / mucho a la izquierda, descendiendo al fondo».
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