Guido di Montefeltro

François-Maurice Roganeau, 1912


ERICH AUERBACH
Dante, el poeta del mundo terrenal. Traducció de Jorge Seca.
Acantilado, 2008. 


No siempre les es fácil a las almas decir lo que querrían decir. En el Infierno especialmente, pero también en el Purgatorio, una resistencia parece oponerse a la satisfacción de su necesidad de comunicarse, una resistencia que es debida a la misma naturaleza del castigo o de la expiación que padecen y que provoca que la comunicación, que a pesar de todo tiene lugar, prorrumpa con mayor intensidad. Con tormento y esfuerzo pugnan las palabras y los gestos por salir de los cuerpos terriblemente transformados u oprimidos que, en eterno movimiento o en dolorosa quietud, apenas encuentran energía y tranquilidad para manifestarse, palabras o gestos que desean y que las almas están obligadas a exteriorizar, y justamente por ese tormento y ese esfuerzo las palabras o los gestos adquieren su fuerza apremiante. Envuelto en llamas se acerca a los dos viajeros el viejo Montefeltro (Infierno XXVII); con infinita lentitud y fatiga, la lengua se abre camino a través de la susurrante llama y, temeroso de que los otros pierdan la paciencia para escucharle, comienza a implorarles que se queden y le den conversación a él, su paisano: hasta que por fin, la pregunta que le obsesiona irrumpe como un arrebato de todo su ser, con los dos oyentes tensionados hasta el máximo: «dimmi se i Romagnuoli han pace o guerra?». Hemos elegido adrede este ejemplo porque la frase que corona la escena no es de por sí demasiado importante. ¿Qué hay más natural que el hecho de que un muerto que en otro tiempo participó significativamente en el destino de su patria pregunte por su estado actual? Sin embargo, las cualidades particulares del escenario donde se formula la pregunta y, aquí en particular, la resistencia que tiene que vencer para expresarse, la cargan de un contenido de nostalgia y de un febril deseo de saber que pugnan hacia el exterior en el que pregunta. [P. 228]
[...] es una experiencia interior de la que Dante se sirve cuando, bruscamente, hace que sus personajes se presenten a partir del recuerdo que tienen de sí mismos; recuerdan, y el asunto o la materia de su recuerdo les es ofrecido por su destino final y les muestra su completa concordancia con su carácter. Por este motivo, no pueden acordarse de nada más que de lo característico, e independientemente de la imagen particular de sus días terrenales que el recuerdo pueda evocar, esta imagen tiene que ser siempre decisiva y abarcar por completo su carácter; incluso en aquellos que preferirían permanecer ocultos, el encuentro con el vivo les costriñe a hablar, y la expresión que encuentran tiene que ser al mismo tiempo la más ingeniosa y la más personal, pues ya se conocen a sí mismos y conocen el sentido de su existencia, y, en la máxima actualidad, siguen siendo idénticos a sí mismos.

De ahí que el poema conste de una larga serie de autorrepresentaciones tan claras y tan exhaustivas que llegamos a saber algo de aquellos que hace muchísimo tiempo que murieron y que vivieron en circunstancias tan distintas a las nuestras o que quizás no hayan vivido nunca, y eso es tal vez más de lo que llegamos a saber de nosotros mismos y de nuestros más allegados, con quienes nos relacionamos cada día y que permanece oculto, esto es, la clave sensible que domina y ordena toda su existencia. La clave sensible que nos da Dante es la mayoría de las veces muy sencilla, a menudo una frase corta; pero aun cuando parezca pobre y sencilla, se requiere una capacidad de concentración casi sobrehumana para encontrarla, y adquiere su riqueza de la abundancia de vivencias que encierra y de las cuales se deriva; las vivencias están reducidas a la mínima expresión, pero lo expresado es lo decisivo, y lo omitido está contenido en ello y suena simultáneamente. Cuando el viejo Montefeltro dice: «Io fui uom d'arme, e poi fui cordigliero» (Inferno XXVII, 67), se da con ello la clave sensible de este ser humano duro y astuto en el que vivía un ansia secreta pero insuficiente de pureza, y si de todas sus acciones únicamente cuenta aquella ocasión en la que no pudo resistirse a la tentación de valerse una sola vez más de la astucia, con ello no sólo está decidido su destino final sino que queda definido él mismo, y toda la plétora de su existencia que permanece sin ser pronunciada —luchas, tribulaciones, intrigas y los días de penitencia vana— está contenida en la clave sensible. [P. 233-235]


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